Hace unas semanas, le propuse a Juani que veamos por enésima vez una peli que amo desde mi infancia: El hombre de la máscara de hierro.
Realmente me debe amar mucho, porque se sumó a la idea y la vimos.
Hace tiempo que no tenía contacto con esta historia, que marcó mucho mi infancia. Al punto de vivir en mundos imaginarios en los que los escenarios y personajes de la historia eran miembros habituales.
Al reflexionar un momento, luego del sobrevenir de emociones que me empapa cada vez que conecto con ella, la historia me deja distintos matices.
Primero me conecta con este trasfondo de amor imposible, un hombre y una mujer que conviven cada día de sus vidas con la imposibilidad de expresar su amor. Y me cabe preguntarme: ¿Qué tienen de encantadoras esas historias trágicas?
Además de esto, es importante empatizar con D’Artagnan. Te imaginas viviendo en esos zapatos? Cómo es posible sostener el compromiso de proteger a una familia de la que formas parte sin que nadie lo sepa? O casi nadie… Ni siquiera tus amigos más cercanos son parte de ello.
Es así, que cada paseo nocturno por ese jardín, cada visita a la capilla, adquiere un significado especial. Una intensidad, quizás.
Pasear por ese jardín, viendo al amor de tu vida y sabiendo que nunca podrán compartir la evolución natural de la vida juntos. ¿Qué sentido tiene?
Y por otro lado, ¿Qué sentido tendría poder compartir esos momentos sin limitaciones?
Sería, en palabras del sabio Joaquín Sabina, “La pasión es un incendio que quema”. Y por ende nos consume. Hasta ser cenizas de algo que fue una vez fuego.
Palabras se me vienen a la mente… Compromiso, fragilidad.
Te regalo en este espacio de reflexión una de mis preguntas más personales. Esas que aún hoy no soy capaz de responder del todo.
¿Amor que se construye? ¿O amor que te lleva por delante?
¿Qué es lo que nos queda cuando la pasión se acaba?
¿Cuál es la máscara en la que elegís esconderte?